Al llegar, me invitó a que me sentara cerca de ella. Pero me sentí incómodo, porque estaba siendo entrevistada por una periodista norteamericana (y por los perros.)
Su interlocutora quería saber su opinión sobre si se reconocía poeta o poetisa.
─ En castellano ─dijo suavemente Dulce María Loynaz─, existe una palabra para nombrar a las mujeres que escribimos versos.
Se volteó hacia mí y se iluminó con esa sonrisa que, a veces, yo imaginaba en los labios de Bárbara. Aunque ella siempre me aclaraba: «Yo no soy Bárbara».
─ Ahora, me perdona… ─continuó─. Tengo una cita con el señor.
Siempre me llamaba así, a pesar de mi juventud. Cuando me lo decía, me atemorizaba más, porque nadie, hasta ese momento, me reconocía como un «señor».
Había venido al pedido de su carta; pero sin previo aviso. Porque la carta, como era habitual en aquellos tiempos, tardó 3 meses para llegar a mis manos.
Me escribía a mano, con unas letras que ocupaban todo la hoja.
─ Vine… ─balbucee cuando se marchó la periodista─, por la novela.
Le mostré el sobre de la carta, magullado por mis manos y el bolsillo.
─ ¡Ay, señor…! ─exclamó─. Le escribí hace tanto tiempo.
Tragué en seco.
─ ¡Me llegó ayer…! ─atiné a decir─. Y estaba esperando la hora para poder visitarla.
Se hizo un silencio, largo. Asfixiante.
─ Yo decidí entregar todos mis libros a Pinar del Río ─dijo─, que ha mostrado tanto interés por mi obra. Había separado un ejemplar de la edición príncipe de «Jardín», que tanto le gusta. Como pasaron varias semanas, pensé que ya no le interesaba.
Acarició dulcemente a uno de sus perros.
─ ¡La carta me llegó ayer…! ─reiteré.
─ Hasta el último momento la tuve en mi mesita… ─añadió─. Terminé colocándola en una de las cajas. Ya se llevaron todos los libros.
No dije ni una palabra más. Sólo la miré, a punto de llorar.
Ella siguió acariciando al perro. Creo que era una perrita.
De pronto, se incorporó.
─ Voy a confiar en sus ojos… ─dijo, y se fue a su habitación, seguida por los perros.
Luego de unos minutos, que literalmente me aplastaron, regresó con un ejemplar de «Jardín».
─ Este es mi ejemplar… ─confesó─. Mi «Jardín».
Y se sentó a escribir en la página 19, debajo del CAPÍTULO PRIMERO. RETRATOS VIEJOS.
«Para Alberto Curbelo este «Jardín» ─y lo subrayó─ que es el último que me queda, con el ruego de que no lo pierda ni se pierda en él».
Y con letras, igual de grandes:
Dulce María Loynaz
6-10-87