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12 de Febrero, 2019 · Críticas

Festival Nacional de Teatro Camagüey 94

Síntomas desde Camagüey

 

Por Amado del Pino

 

Aunque subestimado por muchos, el festival de teatro que con aproximada regularidad organiza Camagüey, se ha convertido en un instrumento casi imprescindible para evaluar la salud y los derroteros de la escena cubana contemporánea. En Camagüey ─aún más que en los selectivos y a ratos excluyentes festivales de La Habana─ concurren espectáculos de calidad diversa, creadores en disímiles momentos de su trayectoria y, sobre todo, no ha existido mejor oportunidad de ver la labor de nuestros teatristas más allá de los límites capitalinos.

Desde junio de 1983, en que arrancaron estos eventos, la meta esencial del festival parece ser la búsqueda de una caracterización, y su principal dificultad, llegar a la quinta edición sin haberla encontrado del todo. Primero se pensó en limitar la muestra a títulos de autores cubanos, después se buscó el atractivo  en la competencia entre lo mejor de los últimos años sobre las tablas del país, y en las más recientes citas se ha evidenciado un propósito ─todavía tímido e incipiente─ de buscarle una dimensión internacional. Lo que nunca ha faltado es un público ávido, culto y receptivo. Los que hemos estado en todas las educciones guardamos ─entre el vendaval de títulos, rostros y funciones─ algunas memorables noches de teatro: aquella función impactante, fluida, de Buscón busca un Otelo en 1986, o la de Andoba en el ochenta, o el recital de maestría de Yuyackani, el grupo de Perú, cuando en el noventa el festival parecía morir.

Este quinto Camagüey retomó lo competitivo y, a tono con los tiempos, pretendió borrar las fronteras entre el teatro para adultos y el dirigido a los niños, aunque sospecho que aún de forma insuficiente. Si partimos de que son dos variantes de un mismo hecho artístico, no lo veo lógica a que se designaran dos jurados y se otorgaran premios diferenciados en una u otra modalidad. En uno de los encuentros con la crítica, el experimentado teatrista Armando Morales hablaba de la tendencia a limitar las funciones de títeres, verlo como algo pequeño que se nombra en diminutivo. La amplitud de este festival es sólo el primer paso. Vendrá el momento en que se reconozca que, por ejemplo, los espectáculos del matancero René Fernández son de los mejores del teatro cubano, sin necesidad de ponerle apellido.

Si se le pide a Camagüey ’94 espectáculos perfectos y memorables, el balance no es rico. En ese sentido el festival arrancó con la desventaja de no contar con títulos esenciales de los últimos años como La niñita querida o Manteca. Si en una segunda opción se utiliza el festival para barruntar caminos y conjeturar probables tendencias, Camagüey ’94 fue útil, en buena medida, estimulante.

La primera evidencia apunta a que hay un decisivo crecimiento en el número de proyectos y una clara dispersión en cuanto al imprescindible diálogo entre los teatristas y su público. La estructura organizativa a base de proyectos artísticos que hace unos años logró dinamizar el teatro cubano, no pudo sustraerse de fantasmas como el paternalismo y el igualitarismo; ello provoca que hoy día sea difícil discernir entre experimentación orgánica y remedos inauténticos. Además, la falta de coherencia en los repertorios parece heredada de la época de las plantillas inamovibles. Con todo, hay figuras surgidas al calor de los nuevos tiempos que demuestran voz propia. El más conocido es Víctor Varela, que estuvo en Camagüey con Segismundo ex marqués, un espectáculo desconcertante pero riguroso; el de Ricardo Muñoz con su cienfueguero Teatro a cuesta, muy elogiado por el monólogo Rara avis; y el de Yoel Sáez, que inquietó e hizo pensar con una sugerente versión de Antígona. Obsérvese cómo coincide la juventud de los creadores con la residencia en muchos casos fuera de La Habana. Como he señalado en otra ocasión, el coexistir del trabajo en la provincia con una visión nada provinciana es una de las divisas que puede hacer interesante y vivo nuestro movimiento teatral.

Entre los espectáculos más premiados se destacó La paloma negra, de Teatro Escambray, donde el legendario colectivo parece haber logrado poner su discurso escénico a tono con unos tiempos que en materia de arte y, por supuesto, de vida social, son muy diferentes a los que motivaron la formación del grupo en 1968, y más aún, los que propiciaron una estética básicamente realista y utilitaria. También acaparó muchas distinciones La virgen triste, del grupo Galiano 108 y dirigida por José González. Sobre este monólogo y sobre el alarde de actuación que hace Vivian Acosta se ha escrito mucho y han llovido aplausos, síntoma no sólo de la calidad del espectáculo, sino de lo rara que se ha hecho la excelencia entre nosotros en el último lustro.

De las obras dirigidas a los niños se convirtió en la gran triunfadora Patakín de una muñeca negra, un espectáculo festivo e irreverente, escrito y conducido por Alberto Curbelo. Concebida para cualquier espacio y con una participación protagónica de los pequeños espectadores, Patakín… recoge los frutos del fuerte entrenamiento físico y espiritual al que se ha consagrado Teatro Caribeño. La conquista de Ameuropa, del colectivo teatral Granma, ratifica el talento de Norberto Reyes, otro de los que han insistido apasionadamente en olvidarse de La Habana, y demuestra la lozanía de los actores bayameses. Lástima que la función del festival fuera tan incómoda y distanciada, sobre todo porque el público de la Ciudad de los Tinajones tiene más tradición de sala que de espacios abiertos.

Al Festival de Camagüey no es difícil criticarlo, pero hasta para ejercer ese derecho es necesario que siga existiendo. Pienso que no es convirtiéndose en internacional a toda costa que salvará su futuro. Ver lo mejor de la escena nacional durante dos o tres años, es ya un atractivo suficiente. Si, además, el entrañable espectador camagüeyano puede disfrutar de agrupaciones extranjeras de calidad, todavía mejor. La imprescindible confrontación, el intercambio crítico, el diálogo generacional, necesitan que Camagüey ’94 no sea el último acto de esta obra imperfecta, pero enjundiosa.

 

Revista Revolución y cultura, septiembre-octubre de 1994.

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publicado por albertocurbelo a las 13:23 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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