Por Alberto Curbelo
¿Qué es nuestra historia, qué es nuestra cultura,
sino la historia, sino la cultura de Calibán?
Roberto Fernández Retamar
Eugenio Hernández Espinosa es uno de los autores más importantes de la dramaturgia del Caribe. Su obra se trenza, por su preocupación identitaria e indagación del sujeto negro, con la de Aimé Césaire, de Martinica, y con la del Premio Nobel de Literatura Derek Walcott, de Santa Lucía.
Sin embargo, aun cuando ya fue reconocido con el Premio Nacional de Teatro en Cuba y comienza a editarse su prolífera creación, su teatro ha sido insuficiente o fragmentariamente estudiado, salvo en los ensayos y artículos de la cubana Inés María Martiatu. «La obra de Eugenio Hernández Espinosa ─reconoce la investigadora del teatro ritual caribeño─ se inscribe como la de Nicolás Guillén, Alejo Carpentier, Alejandro García Caturla, Amadeo Roldán, Wilfredo Lam, dentro de la vertiente más pura del arte popular cubano en su nivel más alto».
Como escritor negro y dotado de un excepcional talento para los más diversos géneros teatrales, ha construido un mosaico material y espiritual caribeño en el que funde lo terrenal y lo divino. Y profundiza, como en ninguna otra creación para la escena cubana, en nuestro devenir histórico y, particularmente, en nuestras raíces africanas.
Sobre La Simona, Premio Casa de las Américas 1977, el crítico español José Monleón comentó:
La Simona es, en el teatro, algo de lo que fue Glauber Rocha en sus mejores películas brasileñas. De nuevo un paisaje sin marco, inacabable y mágico. Un paisaje que «arroja» sobre la escena a los más extraños e inesperados personajes. También aquella violencia, que Rocha definía como un componente indisociable de la poética del Tercer Mundo, está presente. Y los personajes, por marginados, por vivir fuera del orden social en que encarnar un determinado papel ─según su oficio, sus bienes, sus relaciones, etcétera, adquieren una dimensión fantástica, que yo compraría con la de los mendigos de las comedias bárbaras de Valle-Inclán. Solo que si en la Galicia de don Ramón es el vinculero quien, en un momento dado, alza su voz por los mendigos, en La Simona se plantea, lógicamente, la posibilidad de que sean los mismos oprimidos quienes se organicen y rebelen.
Y es que cuando Eugenio escribe sobre la proyección social y cultural del cubano (o del latinoamericano, como en La Simona), recurre ─directa o furtivamente─ a la mitología de origen yoruba. Pero, en su caso, no adapta obras de los clásicos occidentales a nuestro contexto, como hizo Césaire con La Tempestad, de William Shakespeare, ni dramatiza relatos fabulares de la literatura oral a la manera de Paco Alfonso (Argallú Solá Ondocó, 1941). Tal y como hizo Homero, Hernández Espinosa somete los viejos mitos africanos a un nuevo enfoque y los reinventa, situando a los orichas en un entorno social contemporáneo. Por lo que el ciclo de sus piezas inspiradas en el panteón yoruba, trasciende también como los primeros patakines que, en nuestra lengua, se conciben originariamente como piezas teatrales.
Su apropiación de la vida del cubano, más allá de sus dramas históricos y sociales, podemos apreciarlo en comedias como Ochún y las cotorras, donde la deidad que sincretiza a la Virgen de la Caridad del Cobre, nuestra Patrona, encarna una cubana cabal, hembra, más terrenal que divina. Es la encarnación de una mujer-deidad a la que dioses, reyes y hombres ─al decir de Manuel Cofiño─ quieren besarle los muslos, morderle las caderas y ceñir su garganta escandalosa con un collar de besos. Es verdad que sorprende (y hasta escandaliza) la inserción de las deidades en ambientes tan mundanos; pero no es nada nuevo, ya que nace con los comediógrafos latinos, y mucho le debe Eugenio a ellos, sobre todo a Aristófanes con sus picantes comedias.
A nivel lexical su diálogo adquiere una expresión poética ─en el cuerpo textual y en las acotaciones─ semejante al alcanzado por Shakespeare, Valle-Inclán o Federico García Lorca. Se adueña del verso puro, de estrofas tradicionales de la lengua hispana (cuartetas, redondillas, décimas…) y de versículos y pasajes de la Biblia, el libro que ─¡como también confesara el dramaturgo Bertolt Brecht!─ más lo ha influido. Igualmente se nutre de metáforas, metonimias, sinonimias, epítetos, acertijos, trabalenguas y otras paremias con las que logra componer ─¡y hasta enmendar!─ el componente filosófico e ideológico del vulgo criollo; pero jamás echando mano al habla bozal de los esclavos recién traídos a la Isla, que tanto lastra la imagen del negro, aun en la escena contemporánea.
Esta peculiar sintaxis y manejo de los giros propios del habla popular cubana no es tramoya ni adorno en el hablar de los personajes. Mueve a la acción sin restarle riqueza expresiva a la frase. Casi siempre logra sugerir, con el empleo de sentencias y metáforas de gran efectividad teatral, la naturaleza del conflicto o el sentido clasista del pensamiento y accionar de sus personajes. En esa búsqueda, encuentra eficaz apoyo en las prosodias subsaharianas, en el devocionario y cancionero infantil, y subvirtiendo citas de pensadores clásicos en la boca de personajes solariegos.
A diferencia de los autores que centran su interés en las vicisitudes y asfixias materiales de la pequeña burguesía, en el Negro Grande del teatro cubano el pueblo es tema de sus dramas, sin amortajarlo con capas de torero ─como pedía Martí─ y sin arredrarse, por sus arraigadas convicciones, ante bigardías y prejuicios raciales y clasistas.
La estrategia emancipadora de Eugenio Hernández Espinosa ─opina la decana de nuestros críticos teatrales, la doctora Graziella Pogolotti─ opera desde la cultura y la creación artística. El mundo sumergido emerge a partir de la apropiación transgresora de los recursos expresivos prestigiados por la herencia occidental dominante […] Fiel a una tradición instaurada por la vanguardia cubana, por Guillén a través de la norma clásica para el son entero, por Caturla y Roldán en el modelo sinfónico, Hernández Espinosa rompe los límites que separan lo culto de lo popular. Su mirada viene de abajo.
Consciente de que la emancipación de los negros no puede ser únicamente una emancipación política, suyo es el verbo que filtra hechos y pensamientos apenas atisbados por los historiadores: «la hipóstasis o sustantivación ─como diría José Lezama Lima al referirse a la obra martiana─ de los alegres misterios de su pueblo». Porque, a su inédita deconstrucción del sujeto negro y su inserción a nivel protagónico en el teatro cubano, se une también su visionaria escritura sobre polémicas y desgarradoras encrucijadas que abrieron falsas puertas en los conflictos cotidianos del cubano de hoy. «En toda sociedad civilizada ─nos recuerda Mañach─ hay hombres en quienes la vida de cultura ha afinado una sensibilidad personal ya de por si dispuesta a la efusión generosa. Mientras más inhóspito es el ambiente general para semejantes efusiones, más tienden esos espíritus a buscarse y confortarse en la convivencia grupal».
Eugenio Hernández Espinosa es el dramaturgo que más valientemente ha asumido el debate del racismo y los prejuicios raciales que persisten en nuestra sociedad. Su obra también nos enfrenta al triunfalismo, a la corrupción, al oportunismo, al dogmatismo, a la intolerancia, a la doble moral, la dolarización, el jineterismo y el éxodo, entre otros temas candentes de la Cuba contemporánea.
Lo que le debe el teatro y la cultura popular a Eugenio Hernández Espinosa es tanto que se hace impensable apresarlo. Su dramaturgia renueva y eleva a la condición de notable tragedia la vida y rutas del negro en Cuba. Obra a obra, de un tema a otro, ya sea en la colonia, en la república, o abordando los medulares conflictos que han sacudido la sociedad cubana después de 1959, Eugenio no ha dejado de correr el riesgo de ir a contracorriente.
Calibán, al igual que sus deidades, tiene muchos avatares en el Caribe. El cubano Eugenio Hernández Espinosa es uno de ellos. Pero, en su caso, aprendió la lengua de Próspero no solo para maldecirlo y desear que caiga sobre él la «plaga roja», como sugiere Retamar en su emblemático ensayo. También lo hizo para ensanchar el español con sus metáforas y posesionarse, con su germinativo cimarronaje cultural, de una cueva literaria (¿otra isla?) que dé cabida a todo el mundo antillano.
Eugenio es Calibán, escritor.
La Jiribilla