La poesía como argumento
Por Amado del Pino
Cada nuevo texto de Eugenio Hernández Espinosa (1936) se convierte en una motivación para el público y la crítica. Eugenio es una figura clave dentro de la dramaturgia cubana del último medio siglo. Además de su clásica María Antonia, ha llevado a las tablas o a la letra de imprenta títulos tan importantes como Mi socio Manolo y Alto riesgo. En el difícil género del unipersonal su talento ha quedado demostrado en Emelina Cundiamor y Lagarto Pisabonito, entre otros textos. Ahora Alberto Curbelo, juntando las fuerzas de los grupos Teatro Cimarrón y Caribeño, acaba de estrenar Quiquiribú Mandinga.
Quiquiribú... da continuidad a varias obsesiones de la dramaturgia de Hernández Espinosa: el culto al habla popular y a la filosofía del hombre de a pie; la presencia de los mitos afrocubanos; la entrañable compañía de lo musical y lo danzario. El mayor reto que debió enfrentar Curbelo como director es que aquí esas constantes aparecen dentro de una estructura dramática que renuncia a lo argumental. No puede hablarse de acontecimientos, ni de caracterizaciones clásicas, ni se intenta contarnos una historia. El juego teatral se nos revela desnudo, y parte ─en buena medida─ de debates abstractos.
Acierta la puesta en escena en subrayar la sensualidad de las situaciones y logra ir creando un crecimiento dentro de las pistas, cercanas a lo absurdo, que propone el texto. La búsqueda de una cadena de acciones dentro de lo circular se logra básicamente, aunque podrían buscarse más matices y variedad en las composiciones escénicas. La escenografía ─firmada por el propio director─ resulta agradable y funcional. Hubiese preferido menos objetos reales (pienso en las varias jaulas de pájaros o las plantas ornamentales) para que alcanzaran mayor relieve las formidables máscaras del artista Nazario Salazar. Especialmente efectivos son los momentos en que el duelo sentimental se establece a partir de canciones populares o de dicharachos repletos de carga conceptual. Esta es otra enraizada búsqueda de Hernández Espinosa que alcanzó su plenitud en Calixta Comité.
Para los tres intérpretes también constituye un reto no tener una historia, unos datos, unos acontecimientos a los que asirse. Los defiende en ese voluntario desamparo la profunda teatralidad del texto que el espectáculo consigue conjurar. Monse Duany vuelve a demostrar carisma y sabia distribución de la energía sobre las tablas. En la primera media hora abusa de las poses rituales y su imagen se torna un tanto reiterada. Hacia el final, sobrecoge por la eficaz vehemencia y el límpido decir. Estrella Borbón parece haber crecido en cuando a fluidez escénica y variedad de registros emotivos. Deberá cuidar la proyección en los momentos de mayor intimidad. Completando el dinámico trío, Ángel Ramírez Lahera se enfrenta el papel más complejo de su breve carrera. Da prueba de organicidad y coherencia. Estamos ante un intérprete que sabe oír sobre el escenario y relacionarse auténticamente con su contraparte. Le queda por aprender en cuanto a la diferenciación de la sonrisa ola gestualidad en parecidas circunstancias escénicas.
Este espectáculo ha servido, además, para reinstalar la vida teatral en el cine City Hall, de la populosa barriada del Cerro. Es de esperar que allí, en la calle Ayesterán, cerca de las imágenes de la infancia de Eugenio, pueda sistematizarse la vida escénica y veamos crecer un público nuevo.
Granma, 8 de junio del 2004.