Espacio de libertad, diálogo cómplice
El día a día ha entrado también en el teatro cubano, se ha subido al escenario buscando complicidades con el espectador. Ya no puede hablarse, como en épocas pasadas, de plantillas inamovibles, sueldos fijos y ayudas estatales. El teatro se ha tenido que adaptar a marchas forzadas a la crisis y está en pleno proceso de transformación, luchando contra el desfase entre el exceso de ofertas y la falta de recursos.
Un hito de estos últimos años ha sido la obra de un joven autor teatral, Alberto Pedro Torriente: Manteca, que así se llama, gira en torno al dilema de tres hermanos que tienen que criar a un puerco dentro de su pequeño apartamento de La Habana. Haber reflejado la misma experiencia por la que pasaron centenares de familias entre 1991 y 1993 explica el éxito de la pieza.
Autor de otros trabajos en la misma línea, como Weekend en Bahía, Desamparados y Delirio habanero, que han llegado a los escenarios gracias a la colaboración del autor con la directora Miriam Lezcano y el grupo Teatro Mío, Alberto Pedro pertenece a la última generación de dramaturgos cubanos, una generación a la que también pertenece Raúl Alfonso, a partir de cuya obra El grito, estrenada a fines de los ochenta, el tema gay irrumpió en el teatro, encontrando su correlato definitivo con la puesta en escena de El lobo, el bosque y el hombre nuevo, un cuento original de Senel Paz, que terminó convertido en la famosa película Fresa y chocolate.
A resta generación, que reconoce el magisterio de autores como Abelardo Estorino, ya un clásico, pertenecen también Rafael González, Salvador Lemis, Carmen Duarte, Jorge Luis Torres, Alexis Oliva y Alberto Curbelo, por citar algunos nombres de una nómina bastante abultada, según un número especial de la revista española ADE Teatro dedicado a la escena cubana actual. Una escena que cada año demuestra su fuerza en el Festival de Teatro de La Habana (la última edición se celebró el pasado septiembre). Un territorio que se ha convertido en «un espacio de libertad infrecuente e impensable para muchos», según la crítica Rosa Ileana Boudet, para quien el teatro «resurge cada noche, hace de las limitaciones un reto para la imaginación y entabla un diálogo cómplice con el público, que convierte las obras más atrevidas en intercambio crítico, ceremonia o “disturbio amenazador”». Se detecta también que «hay menos censura, más movimiento, más “mano blanda”, y un público desesperado por tener referencias públicas de la crisis», dice el periodista y hombre de tablas, amado del Pino.
Periódico El Mundo, 14 de octubre de 1995.