Quiquiribú Mandinga
Por Osvaldo Cano
Eugenio Hernández Espinosa, uno de nuestros más grandes dramaturgos, retorna a las carteleras teatrales. El regreso lo propicia Alberto Curbelo, director de Teatro Cimarrón, quien se auxilia de un elenco mixto ─donde se incluyen miembros de este colectivo y de Teatro Caribeño─ para llevar a las tablas Quiquiribú Mandinga. La pieza, estrenada 40 años después de que Espinosa escribiera la mítica María Antonia, es la oferta que aguarda en la sala del City Hall.
Quiquiribú Mandinga es un título de resonancias musicales, populares, africanas… Con este texto más que contar una historia en el sentido tradicional del término, el autor prefiere jugar con el auditorio. Esa es precisamente una de sus esencias. El acentuado carácter lúdico, el tono paradójico y hasta absurdo, refranes, acertijos, erotismos, ritmos, melodías, estribillos, salidas inesperadas y el aura perenne del misterio, son algunos de los recursos de que se vale Eugenio Hernández Espinosa para sostener el interés de la platea.
No estamos en presencia de personajes que batallan entre sí o contra algún obstáculo, poniendo a prueba su fuerza de voluntad. En Quiquiribú Mandinga el juego se torna absurdo. Como en La noche de los asesinos, tres hermanos se enfrentan a algo que los supera. Aquí el escollo que los acosa son los tabúes, las imposiciones, las normas de la vida cotidiana que, a la para que organizan y reglamentan, atan y cercenan.
Tales preocupaciones, así como la amalgama constante entre la reflexión filosófica y la cultura popular, no son nuevas en la obra de Hernández Espinosa. El autor de Odebí el Cazador y Lagarto Pisabonito se ha detenido otras veces a reflexionar sobre ello. Lo que resulta «diferente» en esta ocasión es quizás el empaque, el modo de estructurar, el matiz de la absurdidad que le confiere a la pieza.
Curbelo toma este texto, un tanto elíptico, y lo convierte en un espectáculo dinámico y desenfadado. Para lograrlo conforma una imagen en la cual las coreografías, el canto, el uso codificado del color, las máscaras y la música constituyen sus puntos de apoyo. En otras palabras: el director buscó teatralizar, del modo más armónico y vital posible, la letra impresa. Ese es su mérito más notable. Ahí radica su hallazgo más eficaz.
Otro elemento que contribuye a lograr esa imagen vigorosa y desenfadada de que hablaba es la labor del elenco. Los intérpretes sostienen el ritmo de discusión, matizan, se contradicen, juegan, cantan, bailan o se burlan. Tanto Monse Duany (que alterna su personaje con Leyanis Silva) como Estrella Borbón, dan muestras de poseer oficio, entrenamiento y capacidad, ya sea para captar las sutilezas que el texto propone, o para enfatizar exabruptos, salidas o desplantes que tipifican la conducta cotidiana de los cubanos en estos tiempos. El joven Ángel Ramírez Lahera le confiere a su rol una mezcla de procacidad e inteligencia que le permite sostener el duelo propuesto por sus experimentadas colegas.
Mención aparte merecen las coreografías de Olga Hernández Castillo, quien dotó a cada uno de los personajes con gestos que los tipifican, al tiempo que organizó los movimientos que se realizan impregnándolos del sello inconfundible de las danzas rituales de raíz africana. Nazario Salazar concibió un vestuario que, tanto por su diseño como por el uso del color, consigue identificar a los tres hermanos con criaturas ancestrales. Por su parte Adrián Torres conformó una banda sonora donde confluyen ritmos y timbres diversos, los cuales ayudan a enfatizar ambientes y situaciones.
Con Quiquiribú Mandinga Eugenio Hernández Espinos retorna tanto a las carteleras como a los temas que le son caros. Gracias a Alberto Curbelo alcanzamos a dialogar con una obra que nos habla, con una mezcla de filosofía y soltura, de cuán urgente resulta poner a prueba la legitimidad de los límites, los tabúes, las restricciones.
No es este uno de esos textos capaces de desatar las más enconadas polémicas, movilizar a un número impresionante de espectadores o dividir criterios. No obstante, en él afloran nuevamente las obsesiones de un autor ingenioso, profundo, con pleno dominio de su oficio y eternamente preocupado por mostrarnos cuán difícil, a la par que grata y edificante, resulta la ruta de la libertad.
Revista Tablas, 1/05. Enero-marco.