Magia de lo ancestral
Por Ada Oramas
En El último festín la poesía irrumpe sin pedir permiso, porque se siente parte de un mundo pleno de imágenes líricas en texto y atmósfera, donde conviven criaturas nacidas de leyendas ancestrales, en un fabular que anida en un mundo de dioses emergidos de creencias de aquellos indoamericanos de tez broncínea, avasallados por los colonialistas.
Ellos habitaron nuestro archipiélago y, aunque casi desaparecieron del territorio, salvo en algunas zonas orientales, dejaron sembradas narraciones y rituales que perviven a su tiempo y llegan a la escena capitalina en una puesta pletórica de asombros y signada por la belleza, porque así lo ha querido Alberto Curbelo y el grupo Teatro Cimarrón en El último festín, una joya para niños.
Bien alejada del concepto de lo meramente hermoso pero vacío de significados, la obra constituye una expresión de identidad nacional, al ahondar en el imaginario de los taínos y realizar un desmontaje semiótico, sin ningún tipo de lucubraciones intelectuales, sino yendo a la esencia, de la mítica taína y sus protagonistas, cuya adoración implica un amor hacia la flora y fauna autóctonas y, por ende, a la naturaleza y al medio ambiente, lo cual queda implícito en el entramado de historias que cautivan a todo el audito-rio, en intensidades de sensibilidad, sin que las edades intervengan en la delectación ante el hecho escénico.
El humor forma parte de los componentes de la representación y se une a los atractivos de esta propuesta multidisciplinaria, que a lo largo de su trama mantiene en vilo la atención del público porque en ella está inscrita la cubanía de un modo espontáneo, sin que ello comprenda ningún tipo de concesión artística.
Iconizados como símbolos de la fauna nacional, aparecen sobre las tablas el tocoloro, a quienes los aborígenes denominaban guatiní, que significa en su lenguaje «flor que vuela»; Boina (el majá de Santamaría) y un perro con cabeza humana, Opiyelguobirán, el temido pregonero de Maquetaurie Guayaba, el Señor del País de los Ausentes o de la Muerte, un personaje muy mencionado en crónicas del siglo XV por testimonios de los conquistadores, del que algunos decían se trataba de indios con rabo.
Otras alusiones a las creencias de los taínos cobran existencia en la escenificación; por ejemplo, la Caguama ─en este caso, la jicotea─, como madre del género humano, que influyó en sus vidas y costumbres a través de los cuatros gemelos, al enseñarles las artes de la caza, la pesca, la construcción de viviendas, la utilización del fuego y la elaboración del caza-be o pan de yuca.
Una vía fascinante para la adquisición de conocimientos sobre aquella comunidad que habitaba en un entorno paradisíaco y de la que en la Capital sólo quedan referentes bibliográficos, palabras incorporadas a nuestro léxico, leyendas antologadas por investigadores y escritores y ahora esta fábula teatral, con un montaje pleno de vitalidad, con una escenografía y vestuario sumamente atractivos y un trabajo actoral de elevado nivel artístico. Una propuesta que merece mantenerse en cartelera en otros escenarios de la Ciudad por sus valores éticos y estéticos que fomentan las ansias de descubrir en lo inédito de la historia y la cultura, las más hondas raíces de la identidad nacional.
Periódico Tribuna de La Habana